Highgate cementery. Antonio Campoy |
(...)
Dirigíanse las gentes por las calles en
gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas
culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso
salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está
el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y
comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el
cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia,
cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna
cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen
vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con
toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.
– ¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os
movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también
Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en
vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y
a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven,
porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre
la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no
tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni
denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del
cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque
ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería
a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la
imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen.
– ¿Qué monumento es éste? -exclamé al
comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso
de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? «¡Palacio!» Por un lado
mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa
provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé
del verso de Quevedo: «Y ni los v... ni los diablos veo». En el frontispicio
decía: «Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en
La Granja de un aire colado».
(…)
¿Qué
es esto? ¡La cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios mío, en
España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de
aquel célebre epitafio y añadí involuntariamente:
Aquí el pensamiento reposa,
Pero ya anochecía, y también era hora de
retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio.
Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado,
intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital,
toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más
que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha
tumba.
No había «aquí yace» todavía; el escultor
no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya
distintamente delineados.
«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla,
fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración!
¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo
los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de
1836.
Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El
frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible
cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida,
de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no
es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso
letrero! «¡Aquí yace la esperanza!»
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